Y hoy os dejo otra breve lectura, mi relato " Algo que recordar", que quedó entre los relatos finalistas en la XII Edición del Premio Literario de Narrativa para Mujeres 2011. Lo podréis encontrar en el libro Las Mujeres Cuentan, el cual recopila los relatos ganadores del año 2011 junto a los relatos finalistas.
ALGO QUE RECORDAR
La bicicleta negra tendría más de 60 años pero seguía siendo la preferida de Aurora. El manillar conservaba la misma firmeza que antaño aunque estaba algo oxidado, y bajo el sillín del que sobresalían pequeños trozos de desgastada espuma, los muelles amortiguaban casi como siempre, lo que le permitía rodar cómodamente por aquellos caminos poco transitados de las afueras del pueblo. A su abuela Asunción, una mujer de fuerte carácter en la que decían “no se posaba ni una mosca”, le había sido realmente útil durante muchos años, siendo su principal y único vehículo desde casa hasta el pueblo al otro lado del puente; con ella iba a por el arroz, las patatas, la levadura para hacer pan mientras quedase harina en la despensa, y la botella de gaseosa que se esperaba “como agua de mayo” en casa, y que se abriría el día de matanza del cerdo a principios del mes de enero. En la tienda de ultramarinos del señor Enrique despachaban a la abuela todo lo que necesitase, y con la recaudación de la primera venta de uva a la bodega del “tío Corneta”, se pagaba sin demora hasta el último céntimo que se debía... En casa de los abuelos vendían carbón que extraían de la madera de los almendros y de las oliveras, madera de la que no se desperdiciaba nada pues con las pequeñas ramas la abuela arreglaba cuidadosamente garbas con las que alimentar a las ovejas. Hubo una época en la que vendieron también arcilla amarilla para pintar la parte baja de las fachadas, y cal, y hasta crujientes tortitas que la abuela cocía en el horno que el abuelo construyó en el corral, hechas con las almendras que se destinaban a los fogones caseros…Sus abuelos vivían en un lugar de paso, en el camino de “Los Almendros” y muchas veces algunos trabajadores de las minas cercanas y labradores paraban allí a tomar un vaso de vino y a comer algo, a reponer energías mientras la abuela Asunción les invitaba a sentarse en aquellas sillas de anea que la tía Teodora le había regalado el día de su boda…
A Aurora le encantaba escuchar de boca de su padre las hazañas de la abuela Asunción y del abuelo Pepe. Aurora le pedía que se las relatase y su padre se afanaba en aportar nombres, fechas y detalles concretos como si tratase de retroceder en el tiempo y trasladarse a aquellos instantes pasados; sus narraciones resultaban de lo más sentimentales y había momentos en los que su padre cerraba los ojos fuertemente, no sabía si para recordar exactamente cuántos céntimos había recibido cada hermano aquel día de Año Nuevo, o para reprimir la tristeza que le causaban los viejos recuerdos. Aurora le tomaba la mano y podía sentir su pesar…El abuelo Pepe sólo pensaba en trabajar para tener algo propio, sin descanso, haciendo todo lo que estuviese en sus manos, de día o de noche, de lunes a domingo, segando desde antes del amanecer hasta después del anochecer. Hubiera dado su vida por cada uno de sus cinco hijos pero no tenía tiempo para entretenerse en mimos ni palabras cariñosas. Esa tarea quedaba relegada a la abuela quien se empeñaba en leerles cuentos cada noche, en hablarles mucho, explicarles y razonar con detenimiento sus dudas, abrazararles y darles el calor humano que necesitaban. Se esforzaba por inculcarles una correcta educación, como la recibida durante el tiempo que sirvió en casa de una familia muy bien posicionada de la calle Caballeros, en Valencia. Quería que el comportamiento de sus hijos fuera impecable dentro y fuera de casa, y les acompañaba a misa los domingos que podían pues “…aunque yo nunca los mandaría, no les van a enseñar nada malo…” solía decir el abuelo.
El abuelo Pepe no tenía fuertes convicciones políticas pero sabía el lugar que ocupaban, sabía que eran pobres y que, aunque algunos de sus familiares contaban con los mejores viñedos del pueblo, nadie les iba a regalar nada. No se iba a equivocar con aquello, no odiaba a la gente rica pero tampoco simpatizaba en exceso con aquellos que decía “….ganaban mucho, gastaban muy poco y aún daban menos a los que lo necesitaban...” No se iba a convertir en un hipócrita como sus vecinos, que segaban desde antes del amanecer hasta el ocaso, y sin embargo se desvivían por amistar con las mejores familias del pueblo, como si ellos les fuesen a sacar de sus apuros diarios. No ansiaba la fortuna de los burgueses pero en el fondo se revelaba contra ellos, contra la injusticia que les había tocado vivir, y nunca a lo largo de su existencia se rebajó a trabajar para ninguna de aquellas familias pudientes.
La casa en la que vivían había sido construida con adobe mojado en su sudor y la ilusión por tener algo propio, encima de un suelo heredado de sus padres y que por lo tanto, no tendrían que rendir cuentas a nadie sobre la semilla que allí germinaría con el tiempo. Era un suelo firme y contaba con pocos metros, pero era completamente suficiente para construir su hogar, su pequeña república en la que no dejarían que nadie les dijese lo que hacer. El carácter obstinado y emprendedor de su abuelo le empujaba a no desfallecer ante las cosechas mal pagadas, los interminables días de fatiga y hambre y la responsabilidad de sacar adelante a sus cinco hijos y a su mujer, su principal pilar. Por las noches no pensaba en casas que nunca tendría, ni en inacabables terrenos que explotar, ni tan siquiera en ropa nueva para el día de San Blas, uno de aquellos días en los que la chispa de la ilusión prendía en sus adentros, sino sólo en su realidad… ¿Cuánta arcilla serían capaces de extraer al día siguiente? ¿Tendrían suficiente pan y queso de cabra para la comida? El abuelo sólo necesitaba sus hábiles manos y su perspicacia para hacer todo lo que quisiera, nada más, ni nadie más…
La infancia pues del padre de Aurora, de Hilario, no había sido un cuento de hadas precisamente. Los días pasaban lentamente y él sólo pensaba en que llegase pronto el mes de agosto, para ver a su querido tío Roberto conocido en el pueblo como “El Campanero”, el marido de la hermana su padre, aquel hombre alto y delgado con una incipiente calva y prominentes orejas que siempre venía provisto de tesoros; grandes piruletas de colores, piñones de azúcar, peladillas, y como no, aquellos apetecibles merengues que hacían las delicias de la abuela Asunción, quien las llamaba “libertades”. Hilario sentía una gran devoción por su tío y a finales de agosto cuando marchaban de vuelta a su rutina habitual, su pequeño corazón se le encogía aventurando cuándo regresarían, a fin de sosegar su pena… ¿le traería quizás aquel juguete de hojalata con el que soñaba? Seguro que sí, su tío era capaz de todo y probablemente tenía guardado para él un bonito zeppelín de hojalata con mecanismo de cuerda, como el que le había visto al hijo de D. Luís, el notario del pueblo. Si a Hilario le parecía un sueño el pequeño balón de cuero de color tierra, que les habían regalado su padre aquellas navidades, no podía ni imaginarse un juguete de hojalata en sus manos. Aunque lo cierto es que él prefería un arrastre con caballos como con el que, en su imaginación, araba los bancales de su padre rápidamente. Pero a la mañana siguiente el sueño se desvanecía y la realidad se apoderaba de él.
Aurora pedaleaba a la par que estos pensamientos le venían a la mente; había recordado aquello al desviarse por el camino Real desde el que divisaba a lo lejos la casa donde vivieran sus abuelos mucho tiempo atrás. Era una mañana en la que el sol despuntaba. Aunque le molestaba bastante en los ojos, Aurora se encontraba radiante por el hallazgo de tan agradables temperaturas a finales del mes de febrero. Había llegado a la altura de la casa cuando se detuvo y observándola a lo lejos intentó recrear la vida en los años 40.
Dejó la bici apoyada a orillas de un bancal de almendros y poniendo los brazos en jarra, fijó su mirada donde crecieran claveles rojos, esos que su abuela arreglaba con tanto amor…Estaba completamente absorta en los pensamientos que caprichosamente se habían instalado aquella mañana en su mente, cuando un ruido cercano le sobresaltó. Al girarse vio que la bicicleta había resbalado y se había caído al suelo. Mientras se acercaba a ponerla en pie notó como el corazón se le apresuraba y le latía muy deprisa. Esperaba que no se hubiese dañado nada, una bici tan antigua no era fácil de reparar y además la quería más que a cualquier otro objeto en el mundo. Comprobó que estaba todo bien y subió a la bici con tranquilidad, pero entones se percató de que el sillín había cedido hasta el tope. Bajó de la bici y estiró hacia arriba con tanta fuerza que se quedó con él en las manos. El sudor le resbalaba entre sus dedos, algo que le solía ocurrir normalmente cuando se estresaba, y en su pecho le palpitaba otra vez el corazón. Al ir a ponerlo se fijó en que sobresalía un papel del tubo; con sus dedos índice y pulgar estiró despacio hasta que logró sacar un pequeño papel enrollado. Con mucha curiosidad y cautela a la par desenrolló aquella amarillenta hoja. Para su sorpresa, vio que había unos garabatos dibujados…eso es lo que le parecía a simple vista pero…fijándose con detenimiento descubrió que no era sino unos animales que parecían caballos, con patas desproporcionados para su pequeño y larguirucho cuerpo, trazados por la mano de un niño, de aquello no cabía la menor duda. Por la parte de detrás había unas letras apuntadas y una dirección, “Claudio Reig, Cervantes, 15”. Lo volvió a enrollar y envuelto en un pañuelo de papel, lo guardó en su bolsa para no lastimarlo, como si de un pequeño y frágil tesoro se tratase. A Aurora le encantaba resolver los misterios y pequeños enigmas de su vida cotidiana, ligar datos y personajes… y todo aquello que disparaba los mecanismos de su imaginación. En estos casos salía a relucir su vena de arqueóloga, su profesión frustrada. No sabía quién habría puesto aquel dibujo allí ni con qué propósito, así que colocó de nuevo el sillín en su bici asegurándose esta vez de apretar bien la llave, y partió hacia casa con la incógnita a pensar en calma.
Al llegar, subió al porche donde la bicicleta de montaña que alguien le regaló, seguía todavía sin estrenar: la consideraba demasiado profesional para ella, y por supuesto, prefería rodar con la antigua bici de la abuela Asunción. El porche era muy grande, y en él tenían cabida tanto los trastos viejos a la entrada como un espacio que meses atrás había habilitado a modo de salita de estar al fondo, iluminado por la luz natural que entraba a través de las 2 ventanas. Sacó la tetera de porcelana roja y la lata donde guardaba el té y lo puso a preparar en el hornillo que había comprado días atrás, a fin de poder disfrutar de una taza caliente mientras leía sus libros preferidos. Se dirigió a la estantería que ocupaba gran parte de la pared en el lado izquierdo de la estancia, en la que habían libros de toda clase, de cocina vegetariana, cocina tradicional, de la guerra civil, atlas, álbumes de fotos, apuntes de la universidad, cuentos de Beatrix Potter…Le llamó la atención un libro que le había regalado su padre tiempo atrás acerca de las grandes civilizaciones perdidas del que le seguían impresionando como cuando era pequeña, los frescos del Palacio de Knossos, la leyenda del Minotauro y la desafortunada historia de amor de Teseo y Ariadna…Decidió cogerlo cuando oyó pitar la tetera así que lo dejó en la estantería sin darse cuenta de que estaba a punto de caerse. Apagó la tetera y oyó el caer del libro, y fue al girarse cuando descubrió que había caído algo más al suelo. Preparó un gran tazón de té con dos terrones de azúcar; dentro de su casa hacia más frío que fuera, algo normal en las casas antiguas y un té caliente le reconfortaría. Dejó la taza en la mesita auxiliar y se agachó a recoger lo que había caído… ¡Qué destino más caprichoso! En el suelo estaba la foto que su madre le dejó para que enmarcase y después regalársela a su padre en el día de su cumpleaños. Aurora la había guardado entre los libros para no estropearla, pero lo cierto era que no recordaba dónde la había puesto. Esa foto de familia en tonos sepia, hecha en grueso cartón, como las de la época, era una de las pocas que sus abuelos se habían tomado a lo largo de su vida. La abuela aparecía sentada, con su blusa almidonada de algodón y una falda oscura larga de lana. El abuelo a su lado de pie, con semblante serio y muy arreglado, apoyaba el brazo en la silla donde estaba sentada la abuela al tiempo que la rodeaba por la espalda. Y sus cinco niños a los pies de su madre vestidos con pantalones cortos, camisa de algodón y chaleco. Observó detenidamente las caras de cada uno de ellos como intentando averiguar su estado de ánimo en aquel instante. La abuela tenía la mirada triste pero el brillo en los ojos de los niños delataba la ilusión por hacerse su primera foto. Repasó los detalles de la foto…estudiaba los botones de las camisas, los calcetines, el moño de la abuela… e intentaba también sacar parecidos entre los hermanos cuando se dio cuenta de que su padre llevaba un papel en la mano.
Aurora tuvo un presentimiento y quiso ver de qué se trataba. A simple vista era imposible así que cogió su flexo con lupa y al poner la foto bajo el mismo, el corazón le dio un vuelco. No se podía creer lo que veían sus ojos, a la luz de la lámpara quedaba desvelado el misterio; el mismo papel que llevaba en aquella foto era el dibujo que esa misma mañana había encontrado en la bicicleta de su abuela. Sin duda aquel día se habían puesto de acuerdo los astros para que sucediese aquello, primero los pensamientos acerca de su familia, luego aquel dibujo dentro de la bicicleta y más tarde el hallazgo de la foto de los abuelos. Ahora sabía que muy probablemente el dibujo lo había hecho su padre, pero ¿qué significaban las letras que había detrás? Sin duda no estaban escritas del puño y letra de un niño, seguramente las había escrito su abuela a modo de recordatorio… pero recordatorio ¿de qué? Pensó en su té. Debía de estar enfriándose así que sorbió un trago, luego otro y así hasta que en un santiamén se lo bebió completamente sin apenas saborearlo. Estaba ansiosa por saber más acerca de aquello, tomó de nuevo la foto en sus manos y le dio la vuelta. No podía creer que nunca hubiera reparado en aquello, ni en el día en que su madre le entregó la foto; delante de sus ojos halló unas breves palabras escritas con tinta azul, ya descolorida:
“Los hijos son las anclas que atan a la vida a las madres”
Asunción Palomar
22 de Febrero de 1945
Aurora no pudo evitar estremecerse. Sintió un escalofrío y de sus ojos comenzaron a brotar tímidamente unas lágrimas. Su abuela había fallecido poco tiempo más tarde, en abril de 1945, poco antes del cumpleaños de su padre, de Hilario, y esta frase recogía todo el amor que sentía hacia sus hijos. Más abajo, en letras minúsculas rezaba lo siguiente:
“Claudio Reig, Cervantes 15”
Valencia, caballos con arrastre de hojalata, 250 pesetas.
Ahora sí que podía atar cabos. Seguramente, su padre había hecho un dibujo para explicarle a la abuela el regalo que quería para su próximo cumpleaños, pero lamentablemente la abuela Asunción había muerto días antes de esa fecha. En su última foto había escrito todos los datos del juguete, quizás por si ella moría antes y no podía comprárselo para que quien encontrase la foto lo hiciera, aunque fuera 40 o 50 años más tarde… ¿Habría escondido aquel papel en su bici, en un lugar que sabía que nadie encontraría, para hacerle olvidar a su hijo un juguete que tenía un precio prohibitivo, o por el contrario quería esconderlo mientras ahorraba y darle la sorpresa el día menos pensado? Sea como fuere el caso es que Hilario nunca tuvo su juguete de hojalata, un juguete que posiblemente olvidaría el día que su madre les abandonó…
Aurora no lo dudó ni un instante y buscó el arrastre de hojalata que tanto había ansiado su padre en la infancia. Con las referencias que tenía se puso manos a la obra y al día siguiente fue a la dirección que le indicaba el papel. Al llegar, encontró una planta baja. De la puerta de madera pintada en verde con cristales colgaba el cartel de abierto, así que no dudó en entrar. Dentro un señor mayor le recibió muy amablemente y el informó de que allí hubo una juguetería hasta hacia pocos años pero que al cerrar, él había alquilado la planta baja pues era anticuario.
- Entonces, creo que me he equivocado de lugar- afirmó ella.
- Busco un juguete antiguo de hojalata., de la firma Claudio Reig...lo que busco difícilmente lo encontraré pero me conformaría con algo parecido- prosiguió.
- Déjame ver, aquí tengo varios juguetes de hojalata…un tractor, una barquillera, un tren…-dijo el anticuario.
- Lo que yo busco exactamente es un arrastre con caballos- aclaró Aurora.
- Bueno, un arrastre con caballos no pero ¿de que firma me decías que era ese juguete?
- Claudio Reig…he estado indagando y parece ser una firma de juguetes de Ibi en Alicante…el juguete es de los años 40.
- Mira ésto- le dijo él.
El anticuario le mostró una tartana de color rojo con dos caballos. A Aurora le encantó a pesar de estar algo oxidada. La pintura de los caballos se había desprendido en parte pero las ruedas de la tartana seguían rodando, al igual que las de la bici de la abuela. Era un juguete precioso de los años 30 según le explicó el anticuario, así que no dudó en comprarlo.
El día 16 de abril de 2009, 40 años después del décimo cumpleaños de Hilario, Aurora preparó en un pequeño baúl un detalle para su padre. La fiesta de cumpleaños hubiera sido una más a no ser por aquello que cambió la vida de Hilario. Cuando abrió aquel baúl, su cara se iluminó; sus pequeños ojos se abrieron de par en par y se echó la mano a la boca como intentando reprimir la emoción del momento. Transmitía una alegría que Aurora no recordaba en su padre. Junto a la foto, envuelta en un papel de seda, había algo que le hizo llorar de emoción, el juguete que siempre quiso y que nunca pudo tener, aquel retazo de su infancia que quedó olvidado en su corazón y que hoy su madre, a través de su hija Aurora, por fin le regalaba.